Cuando recuerdo mi infancia, en los años 60, imagino las duras y gastadas carpetas de madera, el “block” de anotaciones (denominado borrador) y los cuadernos forrados con papel azul, etiqueta roja y “vinifan”, donde trabajábamos las tareas de los cursos “en limpio”.
Figura 1. Los muros son testigos de lo que fue una gran escuela, la más grande de Chiquián.
El único libro que portábamos eran las enciclopedias, Venciendo o Fanal, los usábamos diariamente. Estaban usaditos pero bien conservados, nuestros hermanos mayores los habían cuidado muy bien y con seguridad de nuestras manos pasarían a otras, por ello estaban sin anotaciones.
Figura 2. El bosque de Chiccho, de las chacras de don Martín Vásquez, especial centro de los ejercicios de batallas, a puro cuyllumpi.
Con el ajado maletín de cuero que colgaba sobre nuestro hombro subíamos y bajábamos las pircas de las chacras, cuando en las guerras que a puro coyllumpi nos enfrentábamos en el bosque de don Martín Vásquez en Chicho o cuando bajábamos a Shapash a través de enredados matorrales para un buen chapuzón.
Figura 3. Muro sobreviviente de la esquina del bosque de la escuela, camino hacia Shapash.
Los lápices, regla, borrador, que contenían los cuidábamos como oro, pues sabíamos de la “tanda” de las madres en caso los perdieses, a pesar de eso de vez en cuando los usábamos como arcos para los partidos de fútbol que en alguna calle iniciábamos.
Figura 4. Pared de la parte posterior de la escuela el bosque y la piscina quedaban allí.
La pizarra de cemento y color negro, yacía al fondo del aula, el pupitre del profesor a un costado, luego dibujos, cuadros, mapas, símbolos patrios y otros adornaban sus paredes, nuestra escuela era de las mejor acabadas en la ciudad, por no decir la mejor, sus ventanas altísimas para nuestra estatura, solo servían, como debe ser, para dar paso a la luz en grandes cantidades, no para distraernos ni oír el bullicio de las calles.
Figura 5. Una casa tìpica de Chiquián en la calle cercana a la escuela.
Allí en lo alto a casi 4 o 5 metros estaba el techo, los terrados se entrelazaban y se veían fuertes lo suficiente para darnos seguridad ante los estremecedores truenos y rayos de las abundantes lluvias de algunos meses del año.
Figura 6. La calle comercio vacía, la lluvia del mes de febrero infaltable después de las 4 pm.
En la parte posterior del aula había espacio para improvisar ejercicios de teatro, cantos, depositar herramientas didácticas, hasta incluso montar un museo propio.
Las mañanas frías y desagradables de los lunes las iniciábamos con la entonación del himno nacional, en el patio donde todas las secciones formábamos en columnas, los más pequeños desaparecíamos tras los más altos.
Con la voz afinada de profesores y músicos a la vez, como don César Figueroa y Oswaldo Vicuña, las voces de los pequeños gorriones escolares estremecían y alegraban a los inmensos cipreses y eucaliptos que adornaban los pasadizos, patios y el bosque de nuestra escuela.
Aguardábamos el recreo con ansiedad, la campana a mitad de la mañana, anunciaba el ¡din, don! ¡din don! de la ¡Libertad!. Salíamos cual peces en el rio, directo al bosque a jugar el subibaja con árboles caídos, o a cazar arañas y alacranes desmontando las piedras de las pircas, o jugar un partidito Cahuide - Tarapacá o Alianza-U.
De vez en cuando los encuentros eran tan competitivos que algunos volvían al aula con las narices coloradas y golpeadas o chinchones en la cabeza.
Con alegría iniciábamos en la tarde nuestras clases de carpintería, el profesor Quispe sabía que con esas enseñanzas alguno de los alumnos se ganaría la vida, por eso era muy exigente y meticuloso, lo mismo pasaba con Oshava en mecánica, metiendo carbón para la fragua, martillando el latón o soldando.
En zapatería don Feliciano, cual abuelito, con paciencia y regaños nos enseñaba a preparar la suela, las estaquillas, los chinches, el cáñamo, pero mientras pestañeaba preparábamos “cocos” para nuestros falsos “chimpunes”.
En industria, don Cástulo, nos estimulaba a conocer y usar los colores naturales de las plantas que luego se convertirían en tizas y acuarelas.
En agropecuaria, don Crisólogo, nos incentivaba a atender a los pollitos en la granja y a preparar el compus, para abonar la tierra para el almacigo y luego llevar a la siembra y alcanzar la cosecha. El curso no acababa si no participabas de la venta de los productos en la feria del mercado y reforzar la cooperativa estudiantil.
Las clases aun no habían concluido al salir de la escuela, pues ante la cercanía de una actividad deberíamos preparar una obra teatral. Nuestras madres estaban avisadas que a la salida iríamos a la casa del profesor para ensayar, allí con la seriedad de actores calificados, cantábamos, declamábamos, nos ejercitábamos día tras día, teníamos que volver a encantar al auditorio del teatro municipal, y poner nuevamente en alto el nombre de nuestra escuelita 351 tal cual lo hicimos en la excursión a Huari.
Hoy mientras leía los diarios sobre la educación y las opiniones de eminencias, expertas en enseñar en escuelas privadas de mucho dinero y capitalinas todas, recordé a mi escuelita, a mis profesores don Anatolio Calderón, Jorge Bravo y Arcadio Zubieta y a mis amigos Efra, Calolo, Milo, Quique, Gela y Javi chiuchis de entonces, hoy caminantes que nos alumbran con sus huellas en la tierra y el más allá, con nostalgia, que no significa tristeza, por el contrario, alegría, alegría por reconocer y comprobar que en ese pequeño pueblo de Chiquián, tuvimos una primaria, revolucionaria en metodología de aprendizaje, y que hoy en Lima, los más adinerados quisieran tenerla.
¡Si o no Javi, tú que desde lo alto ves todo, sabes que mucho valió crecer en Chiquián y estudiar en nuestra escuelita 351!
Chiquián, febrero de 2008
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